Opinión

La muerte no se va, se vuelve musa

  • Por Lupita Hernández Herrera.
La muerte no se va, se vuelve musa

Por: Lupita Hernández Herrera.

“En la muerte, el cuerpo desaparece, pero en el arte, el alma permanece.”

Rainer Maria Rilke

Desde las primeras sepulturas prehistóricas adornadas con pigmentos rojos hasta las instalaciones contemporáneas que tematizan el duelo y el trauma, la muerte ha sido una de las musas más persistentes del arte. No como una simple ilustración del fin, sino como una fuerza existencial que impulsa la creación misma. Como escribió Martin Heidegger, “la muerte es la posibilidad más propia, inminente e insuperable del ser”. El arte, en ese sentido, se convierte en un modo privilegiado de habitar esa posibilidad: no para negarla, sino para comprenderla, transitarla, incluso celebrarla y poderla mirar de manera frontal.

Esta relación puede rastrearse en múltiples épocas y estilos. En la Edad Media, las “danzas macabras” pintadas en iglesias y cementerios mostraban esqueletos bailando con nobles, papas y campesinos; no era solo un gesto tétrico, sino una advertencia moral: frente a la muerte no hay distinción de castas, ella a todos nos mira por igual. En esa misma línea, las vanitas barrocas, como las de Pieter Claesz o Juan de Valdés Leal, llenas de relojes de arena, calaveras y flores marchitas, ilustraban la fugacidad de la vida, lo irrelevante del tiempo y lo tangible, la posibilidad de lo percibido como “bello” dentro de una sociedad se esfuma en un santiamén y la fragilidad (o inutilidad) del lujo frente a la eternidad.

Pongamos a la vista la pintura de Caravaggio, con sus claroscuros violentos y su crudeza anatómica, no sólo mostraba cuerpos muertos, sino que exploraba el instante liminar entre la vida y su cese. Su “Entierro de Santa Lucía” donde plasma lo que pocos contemplan durante el proceso mortuorio: el preciso momento antes del sepulcro y como un cuerpo posa en estado completo de vulnerabilidad ante una fosa, o su mayormente conocida “Cabeza de Medusa” congelando la mirada en ese momento liminal, donde la belleza y la descomposición corpórea se funden.

La visión filosófica de Arthur Schopenhauer, que concebía el arte como un escape momentáneo del sufrimiento de la vida, decía que el arte nos permite una pausa del sufrimiento, una suspensión de la voluntad ciega que nos empuja a desear sin descanso. Frente a una obra de arte, podemos simplemente contemplar. Tal vez eso es lo que ocurre cuando el arte toca el tema de la muerte: en lugar de huir de ella, nos quedamos quietos, mirando. Y por un instante, ese miedo desaparece. Esto puede ayudarnos a entender por qué los artistas vuelven una y otra vez a representar la muerte: no para regodearse en ella, sino para suspender su peso, resignificarla y para contemplarla desde otra dimensión. Para un artista, la muerte no es simplemente una ausencia, sino un momento de transformación y reflexión profunda. Mientras que en la vida cotidiana la muerte se percibe como un fenómeno que debemos evitar o temer, el artista, al estar dispuesto a explorar y expresar lo que la muerte representa, puede encontrar en ella una dimensión estética que escapa a lo superficial y se adentra en la profundidad de lo humano; volviendo etéreo lo más humano que se tiene dentro de lo conocido en el plano terrenal (la muerte), el artista, no solo la ve como un tema sombrío o negativo, sino que la eleva a la categoría de belleza precisamente por ser el final del ciclo. La muerte, entonces, invita a reconocer lo valioso en lo efímero y a apreciar la singularidad de cada momento, un punto de partida para una exploración estética que transita entre la tragedia y la belleza. Al observar la muerte, el artista no solo refleja el sufrimiento o la pérdida, sino que también intenta capturar su trascendencia, la manera en que lo efímero puede ser, paradójicamente, lo más hermoso y significativo de nuestra existencia.

De acuerdo con la filosofía estética de Hegel, el arte tiene la capacidad de elevarse por encima de la realidad inmediata y material, y ofrecer una visión más profunda, una especie de síntesis de lo efímero y lo eterno. La muerte, en su irreversibilidad, se convierte en un contrapunto que hace más evidente la fragilidad y el valor de la vida misma. En este sentido, el artista no ve la muerte como un final absoluto, sino como una fuerza estética, algo que impulsa a los individuos a reflexionar sobre lo que realmente importa.

Así, la muerte no es solo un motivo iconográfico. Es, en muchos sentidos, el motor mismo del arte. Como dijo Octavio Paz, “la muerte es el espejo de la vida en el que se refleja su sentido”. El arte, al mirar ese espejo, no solo devuelve la imagen de lo que hemos perdido, sino que lo transforma en belleza y memoria. Porque en última instancia, todo arte es un gesto de resistencia contra el olvido. Y en cada obra que representa la muerte, hay también una afirmación de vida, una declaración íntima de que, al menos por un instante, estuvimos aquí.

¿La muerte es realmente el final, o simplemente el inicio de una nueva forma de existir en el recuerdo del arte?